martes, 23 de agosto de 2005

ROMANCE DEL ENCUENTRO

A mi pueblo

E n la villa de Gaucín,

casi perdida en el mapa,

allá en las sierras de Ronda

en la provincia de Málaga,

existe un bello paraje

que la Adelfilla se llama,

donde sucedió un tal hecho

que al mundo entero admirara.

De todos fue conocido

y como muestra nos basta

decir que Lope de Vega

lo rememoró en un drama,

y el Papa Juan XXIII

decían que lo entroncaba

con el del Santo Cristóbal

que al Niño Dios transportara.

Para algunos es leyenda,

para otros es verdad clara,

y a los que allí hemos nacido

que no nos digan que es farsa;

no se siembre duda alguna

en lo que ahora se narra:

Juan Ciudad, un portugués,
al que en Évora alumbraran

pronto dejó su país

viniéndose para España

a la ciudad de Oropesa

en las costas valencianas.

Después de guardar ganado

probó suerte con las armas

y con el gran Carlos V

en muy famosas batallas

llegó el joven a luchar

contra el turco y sus mesnadas.

En una de aquellas guerras

a muerte lo condenaran
y pudo perder la vida

si la Virgen no lo salva.

Abandonó la milicia,

y los caminos hollara

dedicándose a vender

los libros y las estampas

que hablaban de religión

y de las cosas más santas,

con lo que de esta manera

su apostolado empezaba.

Haciendo otro menester,

allá en el norte de África,

mientras que era un albañil

a gente necesitada

la comenzó a socorrer

sin pedirle a cambio nada.

Después pasó a Gibraltar

donde la vida pasaba

entre la venta de libros

y el trajín con la quincalla,

y desde allí comenzó

camino que lo llevara

a ganar la vida eterna,

aquella que al hombre salva.

Cuando cargado de libros

se dirigía a Granada

al cruzar por el Genal

oye una voz que lo llama,

al buscar de dónde viene

la dulce voz que escuchara,

a un pobre niño descalzo

lo descubre entre unas cañas

de cuyos pequeños pies

su roja sangre le mana,

seguro que por pisar

en el camino una zarza.

Muy presto el bueno de Juan

se desata sus sandalias

y al niño de pies descalzos

con rapidez se las calza,

mas viendo la diferencia

entre su pie y la alpargata

toma al niño de los brazos

y lo monta en sus espaldas.

Así atraviesan el río,

y mientras pasan el agua

al niño sus tiernos pies

con el agua se les lavan,

se siente alegre y feliz

pero no dice palabra;

y Juan sigue su camino

como quien no lleva carga;

pero el sendero se empina,

la cuesta ya no es liviana,

el cansancio y el sudor

dejan seca su garganta.

Desde allá en el horizonte,

donde las cumbres más altas,

el castillo de Gaucín

a los dos los contemplaba.

Un trecho más de vereda

es todo lo que les falta

para llegar a una fuente

en donde su sed saciarla.

Teniendo mucho cuidado

al niño lo descabalga

y al lado de un algarrobo

de la calor lo resguarda,

sentado sobre una piedra

y bajo sus frescas ramas.
Acercándose a la fuente

sediento y muerto de ganas

por humedecer sus labios

sus ambas manos llenaba

con el hilillo que cae

de donde el agua brotaba,

y antes de beberla él

al niño le da la cara

para ofrecerle que beba

de un agua tan fresca y clara.

El Niño ya no es el niño,

el niño que antes dejara

al lado del algarrobo

bajo de sus frescas ramas,

el niño se ha transformado

en figura sobrehumana.

En Él todo resplandece,

es una luz que se irradia

y hasta parece que el sol

en ese lugar se apaga.

Juan Ciudad no lo comprende,

y el Niño, que una granada

con una cruz en lo alto

sostiene sobre su palma,

para a Juan tranquilizar

con estas palabras le habla:

«Te llamarás Juan de Dios

y tu cruz será Granada»,

y al poco desaparece

cual nubecilla de nácar.

Repuesto de la sorpresa

Juan reanuda su marcha

y sin tregua ni respiro

llega a la ciudad nombrada

donde comenzó a ganar

tanto mérito y tal fama

por hacer tan grandes cosas

con gentes desamparadas,

con enfermos y con locos,

con los dolidos del alma,

a los que siempre asistía,

a quienes les ayudaba

con lo que iba pidiendo

por sus calles y sus plazas,

que en mil seiscientos noventa

nuestro Santo Padre el Papa

subiera hasta los altares

al que todos ya rezaban.

Pues en Gaucín, a este santo

y a Aquél que lo iluminara,

se veneran desde el día

en el que él mismo llegara

a la ermita que aún existe

en el castillo del Águila

con una imagen sagrada

que del Santo Niño Dios

a nuestro pueblo donara,

un hecho que sucedió

de una forma inusitada

al poco de que el encuentro

en la Adelfilla pasara.

Y todo lo aquí narrado

no ocurrió en tierras lejanas,

sino que allí en mi Gaucín

que emerge de las montañas

e invita a la Serranía

a mirar por sus ventanas

a los cielos y a las tierras

que se ven en lontananza

hasta traspasar la mar

y se pierden por el Atlas.

Y es allí, en mi Gaucín,
en esa mi tierra amada,

en dónde existe un lugar

que la Adelfilla lo llaman,

y dónde San Juan de Dios

encontró lo que buscaba:

ganarse la vida eterna

entregando cuerpo y alma

a los que más lo precisan,

a los que no tienen nada.




Teodoro R. Martín de Molina.
Granada, 23 de agosto de 2005.


http://personal.auna.com/gaucin

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